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martes, 27 de marzo de 2012
La falacia de la ciencia
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El falsacionismo de Popper
Popper parte de la distinción entre la ciencia y la no‑ciencia, a la
que él denomina criterio de demarcación,
y termina con un intento de establecer normas que permitan evaluar las
hipótesis científicas en términos de su diferente grado de verosimilitud. Al
hacer esto, Popper se aleja gradualmente de las ideas recibidas, según las
cuales el objetivo de la filosofía de la ciencia consiste en reconstruir
racionalmente las teorías imperfectamente formuladas del pasado, de forma que
éstas lleguen a adecuarse a ciertos cánones de explicación científica. Con
Popper, la filosofía de la ciencia pasa a ser una disciplina dedicada a la
búsqueda de métodos de evaluación de las teorías científicas, una vez que éstas
han sido ya propuestas.
El punto de partida de Popper es la critica de la filosofía del
Positivismo Lógico, encarnada en lo que se ha denominado el principio de verificabilidad del
significado. Este principio estipula que todas las proposiciones pueden
clasificarse en analíticas y sintéticas ‑o bien son ciertas en virtud de las
definiciones incluidas en las mismas, o bien son ciertas, si es que lo son, en
virtud de la experiencia práctica‑ y a continuación declara que todas las
afirmaciones sintéticas son significativas si, y sólo sí, son susceptibles, al
menos en principio, de contrastación empírica (ver Losee, 1972, págs. 184‑90). Históricamente,
los miembros del Círculo de Viena (Wittgenstein, Schelick y Carnap) emplearon
el principio de verificabilidad de la significación principalmente como un aguijón
con el que desinflar las pretensiones metafísicas, tanto dentro como fuera de
las ciencias, sosteniendo que, incluso ciertas proposiciones que pasan por
científicas, Y. por supuesto, todas las proposiciones que no pretenden serlo,
pueden descartarse como carentes de significación En la práctica, el principio
de verificabilidad generó una profunda desconfianza respecto del uso en las
teorías científicas de conceptos no‑observables, tales como el espacio absoluto
y el tiempo absoluto de la mecánica newtoniana, los electrones de la física de
partículas, los límites de las valencias de la química y la selección natural
de la teoría de la evolución. La metodología del operacionalismo constituye el
producto típico de este prejuicio antímetafísico del Positivismo Lógico; esta
teoría fue propuesta por primera vez en 1927, y alcanzó posteriormente una
amplia difusión por medio de la influyente obra de Percy Bridgman.
Para descubrir la significación de cualquier concepto científico, reconoce
Bridgman, tan sólo necesitamos especificar las operaciones físicas realizadas
para asignarle valores: la longitud es la
medición de objetos en una única dimensión y la inteligencia es lo que se mide en los tests de inteligencia (ver Losee, 1972,
págs. 181‑84).
Popper rechaza tales intentos de demarcación entre lo significante y
lo que carece de significación, y los sustituye por un nuevo criterio de demarcación
que divide el conocimiento humano en dos clases mutuamente excluyentes,
denominadas «ciencia» y «no‑ciencia». Ahora bien, la respuesta tradicional del
siglo XIX a este problema de la demarcación afirmaba que la ciencia difiere de
la no‑ciencia en virtud de la utilización por la primera del método de inducción: la ciencia parte de la
experiencia y procede, a través de la observación y la experimentación, a
establecer leyes generales con la ayuda de las reglas de la inducción.
Desgraciadamente, la justificación de la inducción entraña un problema lógico
que ha preocupado a los filósofos desde los tiempos de Hume. Para citar un
ejemplo concreto: los hombres infieren la ley general de que el sol sale
siempre por las mañanas de la experiencia pasada, en la que el sol ha salido
cada día por la mañana; sin embargo, ésta no puede ser una inferencia
lógicamente concluyente, en el sentido de que premisas verdaderas
necesariamente implican conclusiones verdaderas, porque no existe garantía
absoluta alguna de que lo que hemos experimentado hasta el momento persistirá
en el futuro. Argumentar que la ley de la salida del sol por las mañanas está
basada en la experiencia invariable es, en palabras de Hume, eludir la
cuestión, porque lo único que hacernos con ello es trasladar el problema de la
inducción del caso de que se trate, a otro caso; el problema consiste en cómo
podemos inferir lógicamente algo referente a la experiencia futura, sobre la
única base de la experiencia pasada. En algún momento de la argumentación, la
inducción desde casos particulares hasta la formulación de una ley universal
exigirá un salto ¡lógico de pensamiento, elemento que muy bien puede llevarnos
a conclusiones falsas, aunque nuestras premisas fuesen ciertas. Hume no negó el
hecho de que todos generalizamos constantemente a partir de los casos
particulares de nuestra experiencia por costumbre y por asociación de ideas
espontánea, pero lo que negó fue que tales inferencias tuviesen una
justificación lógica. Este es el famoso problema
de la inducción.
De la argumentación de Hume se sigue que existe una asimetría fundamental
entre inducción y deducción, entre demostrar y no demostrar, entre verificación
y falsación, entre afirmar la verdad y negarla. No es posible derivar, o
establecer de forma concluyente, afirmaciones universales a partir de
afirmaciones particulares, por muchas que sean éstas, mientras que cualquier
afirmación universal puede ser refutada, o lógicamente contradicha, por medio
de la lógica deductiva, por una sola afirmación particular. Utilizaremos el
ejemplo popperiano favorito (que en realidad tiene su origen en John Stuart
Mill): ningún número de observaciones acerca de que los cisnes. son blancos nos
permitirá inferir que todos los cisnes son blancos, pero la observación de un
único cisne negro, nos permite refutar aquella conclusión. En resumen, no es
posible demostrar que algo es materialmente cierto, pero siempre es posible demostrar
que algo es materialmente falso, y esta es la afirmación que constituye el
primer mandamiento de la metodología científica. Popper utiliza esta asimetría
fundamental en la formulación de su criterio de demarcación: ciencia es el
cuerpo de proposiciones sintéticas acerca del mundo real, que es susceptible,
al menos en principio, de falsación por medio de la observación empírica, ya
que excluye la posibilidad de que ciertos acontecimientos se produzcan. Así
pues, la ciencia se caracteriza por su método de formulación de proposiciones
contrastables, y no por su contenido, ni por su pretensión de certeza en el
conocimiento; si alguna certeza proporciona la ciencia, ésta será más bien la
certeza de nuestra ignorancia.
La línea que queda trazada en consecuencia entre la ciencia y la no‑ciencia
no es, sin embargo, absoluta; tanto la falsabilidad como la contrastabilidad
son cuestiones de grado (Popper, 1965, pág. 113; 1972b, pág. 257; 1976, pág. 42).
En otras palabras , hemos de pensar en el criterio de demarcación como
caracterizador de un espectro más o menos continuo de conocimientos, en uno de
cuyos extremos encontraremos ciertas ciencias naturales «fuertes», como la
física y la química (a las que seguirán a continuación un conjunto de ciencias
más «débiles», como la biología evolucionista, la geología y la cosmología) y
en cuyo extremo opuesto encontraremos a la poesía, las artes, la crítica
literaria, etc., encontrándose la historia y todas las ciencias sociales en
algún punto intermedio, que esperamos esté más cerca del extremo científico que
del no‑científico del espectro.
domingo, 18 de marzo de 2012
Psicología Comunitaria
Trata de la comunidad y es realizada por la comunidad.
Orígenes de
la psicología comunitaria: los inicios
Durante
los años sesenta y setenta del siglo XX se produce una serie de movimientos
sociales que difunden ideas políticas y económicas -entre ellas, la teoría de
la dependencia- que van a influir sobre los modos de hacer y de pensar en las
ciencias sociales. En la psicología tales ideas producen un vuelco hacia una
concepción de la disciplina centrada en los grupos sociales, en la sociedad y
en los individuos que la integran -entendiendo al sujeto humano como un ser
activo, dinámico, constructor de su realidad-, así como en sus necesidades y
expectativas; hacia una concepción distinta de la salud y de la enfermedad y,
sobre todo, del modo de aproximarse a su consideración y tratamiento por los
psicólogos. Al mismo tiempo, se busca hacer una psicología cuyas respuestas se
originen dentro de la disciplina.
Esta
tendencia responde a un movimiento de las ciencias sociales y humanas que, en
América latina, a fines de los años cincuenta, había comenzado a producir una
sociología comprometida, militante, dirigida fundamentalmente a los oprimidos,
a los menesterosos, en sociedades donde la desigualdad, en lugar de desaparecer
en virtud del desarrollo, se hacía cada vez más extrema. A su vez, en el campo
de la psicología, el énfasis en lo individual (aun dentro del campo
psicosocial), la visión del sujeto pasivo, receptor de acciones o productor de
respuestas dirigidas, predeterminadas, no generador de acción, difícilmente
permitían hacer un aporte efectivo a la solución de problemas urgentes de las
sociedades en las cuales se la utilizaba. El reto era enfrentar los problemas
sociales de una realidad muy concreta: el subdesarrollo de América latina y sus
consecuencias sobre la conducta de individuos y grupos, la dependencia de los
países que integran la región y sus consecuencias psicosociales tanto sobre las
atribuciones de causalidad como sobre sus efectos en la acción; problemas
concretos vistos en su relación contextual y no como abstracciones de signo
negativo, como quistes a extraer para mantener sistemas aparentemente
homeostáticos.
El comienzo
en América latina
En
América latina la psicología comunitaria nace a partir de la disconformidad con
una psicología social que se situaba, predominantemente, bajo el signo del
individualismo y que practicaba con riguroso cuidado la fragmentación, pero que
no daba respuesta a los problemas sociales. Puede decirse, entonces, que es una
psicología que surge a partir del vacío provocado por el carácter eminentemente
subjetivista de la psicología social psicológica (Striker, 1983) y por la
perspectiva eminentemente macrosocial de otras disciplinas sociales volcadas
hacia la comunidad. Es también una psicología que mira críticamente, desde sus
inicios, las experiencias y prácticas psicológicas y el mundo en que surge y
con cuyas circunstancias debe lidiar.
Ambos
eran profundamente insatisfactorios. La experiencia, porque estaba atada a un
paradigma que la condenaba a la distancia, a una manipulación de las
circunstancias de investigación y de aplicación, no sólo extractiva, sino
además falsamente objetiva y neutral. De alguna manera, debido a la
fragmentación y al forzamiento de la definición de los sujetos dentro de marcos
predefinidos, las personas afectadas por un determinado problema quedaban mera
y el problema desaparecía, para reaparecer una y otra vez, con formas muy
parecidas a las ya conocidas, o con nuevas formas; o bien arropándose bajo el
manto de un nuevo concepto o de una nueva teoría, que le daba un nuevo nombre,
una nueva interpretación. Así, el proceso de búsqueda de conocimiento volvía a
empezar, a la vez que la sensación de deja vil se hacía cada vez más intensa.
Mientras tanto, nada o muy poco parecía cambiar en esa "realidad" que
se quería no sólo estudiar, sino además transformar mediante la solución de los
problemas identificados en ella.
Al mirar hacia el mundo, hacia el
entorno, se agudizaba igualmente su carácter insatisfactorio, porque fueron
justamente las condiciones de vida de grandes grupos de la población, su
sufrimiento, sus problemas y la necesidad urgente de intervenir en ellos para
producir soluciones y cambios los que generaron un tipo de presión que, surgida
desde el ambiente, desde lo que suele llamarse la "realidad", pasó a
ser internalizada y reconstruida por los psicólogos que hallábamos que la
acción derivada de las formas tradicionales de aplicación de la psicología era
no sólo insuficiente, sino también tardía y muchas veces inocua, al limitarse
al mero diagnóstico y al producir intervenciones fuera de foco.
La
separación entre ciencia y vida advertida por las ciencias sociales llevó a
rescatar líneas de pensamiento que nunca estuvieron silenciosas, pero cuyos
aportes fueron muchas veces hechos a un lado al calificárselos de "no
científicos" o al no ajustarse a la tendencia dominante. La fenomenología,
las corrientes marxianas, muchas formas cualitativas de investigar, comenzaron
a ser revisadas y reivindicadas y es en ese clima de insatisfacción y de
búsqueda de alternativas en el cual se va a plantear la necesidad de producir
una forma alternativa de hacer psicología.
Paradigmas,
explicaciones, teorías psicológicas vigentes aparecían como inadecuados,
incompletos, parciales. Las soluciones de ellos derivadas no alcanzaban sino a
tratar el malestar de unos pocos y a ignorar las dolencias de muchos. Se
planteaba la necesidad de dar respuesta inmediata a problemas reales,
perentorios, cuyos efectos psicológicos sobre los individuos no sólo los
limitan y trastornan, sino que además los degradan y, aún peor, pasan a generar
elementos mantenedores de la situación problemática con una visión distinta:
diagnosticar en función de una globalidad, tener conciencia de la relación
total en que ella se presenta.
Así,
en los años setenta, por fuerza de las condiciones sociales presentes en muchos
de los países latinoamericanos y de la poca capacidad que mostraba la
psicología para responder a los urgentes problemas que los aquejaban, comienza
a desarrollarse una nueva práctica, que va a exigir una redefinición tanto de
los profesionales de la psicología, como de su objeto de estudio e
intervención. Tal situación mostraba una crisis de legitimidad y de
significación (Montero, 1994b) para la disciplina, particularmente sentida en
el campo psicosocial.
Ese
nuevo modo de hacer buscaba producir un modelo alternativo al modelo médico,
que hace prevalecer la condición enferma, anormal, de las comunidades con las
cuales se trabaja. Por el contrario, la propuesta que se hacía partía de los
aspectos positivos y de los recursos de esas comunidades, buscando su
desarrollo y su fortalecimiento, y centrando en ellos el origen de la acción.
Los miembros de dichas comunidades dejaban de ser considerados como sujetos
pasivos (sujetados) de la actividad de los psicólogos, para ser vistos como
actores sociales, constructores de su realidad (Montero, 1982, 1984a). El
énfasis estará en la comunidad y no en el fortalecimiento de las instituciones.
Y esto ocurre simultáneamente en diversos países de América latina, si bien el
primero en generar un ámbito académico y una instrucción sistemática al
respecto es Puerto Rico, que ya a mediados de la década del setenta contaba con
un curso de maestría y con un doctorado en Psicología Comunitaria
(Rivera-Medina, Cintron y Bauermeister, 1978; Rivera-Medina, 1992). En el caso
puertorriqueño, su cercanía con los Estados Unidos puede haberlo determinado
como pionero, ya que también fue el primero en enterarse de que la disciplina
de tal nombre había sido creada diez años antes en los Estados Unidos. Por otra
parte, hay que decir que a la creación de esos cursos ayudó la vocación de
transformación social de quienes los fundaron. En otras naciones, la práctica
de la psicología comunitaria antecede a la denominación y a la generación de
espacios académicos para su estudio.
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martes, 13 de marzo de 2012
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